
Gardenia Edith Cedeño Marcillo, Glenda María García Mendoza, Verónica Chávez Zambrano
Revista Mikarimin. Publicación cuatrimestral. Vol. 5, Año 2019, No. 3 (Septiembre-Diciembre)
fortalezas y debilidades relacionadas a su contexto de desempeño, hasta poder asumir de manera
activa los retos que surgen día a día de forma prospectiva.
Desde la valoración de estos criterios, lo expuesto conlleva a no limitar la valoración de la cultura
adquirida, únicamente durante el proceso formativo universitario, dado que existe una
construcción social a partir de la inserción laboral de los profesionales, lo que justifica una
evaluación permanente y sistemática de las competencias adquiridas y demandadas por el
contexto laboral.
El enfoque transformador de Iafrancesco (2004) y Fuentes et al. (2011) permite significar que la
apropiación de la cultura profesional, propicia el surgimiento de innovaciones que motivan el
cambio de paradigmas, en torno a la formación de los egresados de la educación superior; visión
que es compartida con Fernaud (2010) quien manifiesta como exigencia para la inserción laboral,
la capacidad polivalente de los profesionales por la movilidad funcional que esta permite; todo lo
cual remite a un individuo versátil, capaz de adaptarse con facilidad y rapidez a otros roles dentro
de su dominio profesional.
Celedonio (2015, p.11) afirma que “la sociedad actual está demandando no solo profesionales
con muchos conocimientos, sino también con las competencias necesarias para hacer frente a los
nuevos retos que está deparando la realidad socio-laboral”, este criterio se relaciona con lo
expresado por (Gimero, 2008; García, 2010; Tobón, 2013; Tejeda, 2016 y Larrea, 2016), quienes
de manera general coinciden que las competencias son las evidencias del desempeño demostrado
durante la actividad del profesional, lo que permite la certificación de las competencias que
definen el perfil profesional del egresado.
Tejeda (2016) sostiene que es posible interpretar que la competencia es una cualidad humana que
se configura como síntesis dialéctica en la integración funcional del saber (conocimientos
diversos), saber hacer (habilidades, hábitos, destrezas y capacidades) y saber ser (valores y
actitudes) que son movilizados en un desempeño idóneo a partir de los recursos personológicos
del sujeto, que le permiten saber estar en un ambiente social, profesional y humano en
correspondencia con las características y exigencias complejas del entorno.
Con criterios similares López y Chaparro (2003) y Lopera (2005), aseveran que si la universidad
considera a todo aquel que pasa por sus aulas como estudiante para toda la vida, si su plan es
coherente en todos los aspectos desde lo académico hasta lo espiritual, atravesando por lo
económico y psicosocial, entonces el profesional tendrá razones para continuar cerca de la
misma, ya sea como padre de familia, patrocinador o como beneficiario de la formación continua
que le permite profundizar en sus conocimientos. Lopera (2005, p.5) enfatiza que “el retorno del
egresado a la universidad se da por afecto, agradecimiento o convencimiento real de la calidad de
la formación recibida”.
En este contexto de análisis, se determina que la carrera del Secretariado por las particularidades
que caracterizan a sus profesionales, como es la polivalencia de sus funciones, deben asumir este
cargo de manera dinámica, independientemente si la organización se dedica a la producción de
servicios o productos, educación, salud, representación oficial del gobierno, entre otras.
Esto conlleva a entender que la carrera es susceptible a un proceso formativo permanente, ya sea
a través de la experiencia adquirida en sus contextos laborales o mediante la formación continua
posgraduada, lo cual le da un nivel de especialización y dominio de los procesos particulares que